jueves, 5 de julio de 2012

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Cuando el reconocimiento es obligatorio pierde todo el carácter vinculado a la interioridad conciente del sujeto que asimila y asume el valor del objeto en cuestión. En el caso de un reconocimiento que se vuelve obligatorio, todo el peso recae sobre el deber y no sobre aquello que revestiría valor y que motiva la normativa.
Y vuelta al derecho de los autores y esas otras ñañas de privatistas. Por rezongar, cuando no lloriquear, por esa mísera mención de su elevado nombre, la inmaculada y esterilizada cita textual, año, editorial, lugar de impresión, etc, pierden de vista en el camino que esa mención no tiene nada que ver con una valoración de su obra, sino el sometimiento a una ley que tipifica como delictual un hecho apenas para que el artista no gaste tantos pañuelitos descartables de su genial creatividad. Eso en la versión ingenua. En la más cínica el creador tampoco importa y es casi todo por la guita de representantes, promotores y editores del artista que sirve de payasito sensible para sensibilizar legalistas burócratas con aspiraciones a aristócratas.

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