Todo es búsqueda de un pathos infinito. La experiencia poética desea perpetuarse, encerrando en su pretensión la idea misma del fragmento. Se sabe neófita y teme su caducidad. Mira hacia atrás en el tiempo buscando modificarlo y anuncia el porvenir con el patetismo que no confiesa nadie al momento de dudar. La persecución es la del quiebre, sólo a condición de que sea definitivo, un salto al mar como quien salta de un barco liviano: sabiendo que lo que lo sostenía saldrá impulsado en la dirección contraria. La experiencia narcótica, por su parte, comparte características estructurales asombrosas. El momento pleno no puede acabar, pero la plenitud siempre estuvo cercada por el horror a su fin, el pavor desmedido de la amenaza permanente. Poesía y narcóticos irrumpen en la homogeneidad pegajosa del día a día provocándole una herida. Montados en el borde afilado de esa daga, hacemos votos en pro de una amputación, queremos sacar la materia que formaba esa carne uniformemente constituida, queremos el vacío de lo desconocido y la afirmación de que no se repetirá lo que hubo. Logramos acceder a esa posición privilegiada. El éxtasis es logrado, es hecho, y en su reflejo en la conciencia surge el deseo de erigirlo rey. Rey Éxtasis. Pero acaba, cerrando así todo el frenesí. El final es el paño que cubre el cuerpo del amado. La desesperanza, estampada en esa tela, es lo último que se ve a medida que el cuerpo se sepulta.